El metiche de marras

Thursday, October 04, 2007

Animales de costumbres

¿Qué es lo que no se olvida?
¿Hacer una marcha tradicionalizada?
¿Los motivos ya obnubilados por el paso de 39 años?
¿Jugar al gran contestatario pintando un símbolo que hace mucho no significa nada?
¿Ensalzar el recuerdo torcido por diferentes versiones y mangoneado por diversas ideologías?
El dos de octubre de 1968 es el caballito de batalla de quienes hacen del desacuerdo una bandera. Todos lo hemos hecho. Como decía, es ya una tradición. Pero precisamente por haberse convertido en eso, se ha vuelto superficial, pachanguero, pasarélico. El que siendo joven y contestatario no participa en la marcha es que está a medias. No es digno de llamarse ser social pensante. No ha pasado por el evento iniciático de enfrentarse cara a cara con un policía que a estas alturas, ya sonríe con sorna porque él, en algún momento también estuvo de ese lado, pero la necesidad de lo cotidiano lo hizo situarse del otro bando.
Por eso cada año vemos caras nuevas gritando frases viejas. Cada año el desfile de playeras con el Che, con la A, con logos de izquierda. Cada año lo mismo y cada año algo nuevo. Las mismas protestas, las mismas quejas de los negocios grafiteados sin razón, las mismas denuncias de los medios de comunicación, las mismas promesas de los encargados del poder. ¿Y luego qué?
Los discursos siempre han sido el recurso más rimbombante, el más aparatoso y también el más seguro. Y de muchos años a la fecha, el dos de octubre es un discurso cada vez más monolítico sin posibilidad de modificación.
Sí, ya sabemos que el gobierno fue y es un gandalla, un cínico, un verdadero culero. Si, ya sabemos quienes fueron los autores intelectuales. Si, ya sabemos que para bien o para mal, la historia cobrará las respectivas facturas. Si, también sabemos que todos los años se promete justicia. Si, eso y más, ya sabemos demasiado del tema. (Con excepción de los que, por pura inexperiencia, saben todo al revés).
Pero lo que no sabemos es cómo hacer efectiva la protesta, como transformar el rito, cómo beneficiarnos de lo que sea que hayan logrado con su muerte aquellos miles de personas en Tlatelolco. No sabemos aún dejar de lado el discurso y pasar a los hechos. No sabemos quitarnos el miedo atávico al verdadero cambio.
Porque a treinta y nueve años ya deberíamos haber superado la costumbre de salir, gritar, protestar vanamente y después regresar a casa, sentarnos a presenciar cómo impunemente nos endilgan día tras día, con sonrisas perversas, alzas de precios, leyes estúpidas, injusticias, desigualdades sociales. Y todo, con la complacencia inerte de quien cree que discurseando ya hizo su parte.
Como un servidor, que acabando este discurso, seguramente me iré a acostar porque mañana, la inevitable chamba me hará bajar la mirada y dejaré que otros se beneficien con mi trabajo.
No lo olviden.
Aunque con estas circunstancias, la mayoría prefiera olvidarse de todo y dedicarse a vivir su vida, que la de los demás, que se las arreglen como puedan.
¿Si o no?

Otra metida de pata

Pues ya que estamos con las metidas de pata, resulta que el lunes metí las dos, bajo la llanta delantera de un camión refresquero.
Lo que son las cosas, muchas veces había imaginado qué pasaría con la gente que es machucada de esa manera, si van al hospital con los pies aplanados, si andan en muletas o si aquello acaba con gangrena y amputación y todo eso; ya saben, me gusta el Death Gore.
Pues nada, que en lo que abrían la oficina donde se pagan los recibos de la luz, se me hizo fácil sentarme a esperar en la orilla de la banqueta. Un camión de refrescos (juro que no recuerdo la marca, pero me gustaría mencionarla nomás por publicitar un producto mexicano), se estacionó a unos seis metros de mí. El machetero se dedicó a descargar las botellas y mientras tanto yo me puse a charlar con alguna persona del pasado por el celular. Pasaron cosa de cuatro minutos, el ayudante trepó al camión y el chofer arrancó.
Uno espera que los conductores, cuando arrancan un vehículo, se separen de la orilla de la banqueta para poder maniobrar libremente por el camino, y eso esperé; pero cuando por el rabillo del ojo pude ver que aquello se me venía encima, hice para atrás el cuerpo y quise levantar los pies. Pero la pinche llanta ya estaba pasando por encima de ellos, como si fueran una rampita o uno de esos montoncitos de tierra que la gente deja abandonada después de barrer sus fachadas. Seguramente eso pensó aquel cabrón porque ni siquiera se asomaron a ver qué habían aplastado.
En el momento de pasar la llanta delantera pude levantar los pies y así la trasera ya no hizo lo suyo, que si no, dado que es la que lleva el peso pesado, de seguro sí me chinga.
Bueno. El camión se fue, la gente medio que se enteró pero no hizo nada, y yo ahí, de espaldas en la banqueta, con las piernas al aire como esperando algo sexual, y preguntándome si me habría pasado algo cabrón. Así que me enderecé lentamente, me levanté, apoyé los pies que me ardían, hice flexiones, moví los dedos, giré los tobillos, pisé con toda la planta y bendito lo que sea, no tenía nada quebrado. Miré a mi alrededor y les juro que la gente se hizo pendeja mirando a su vez para cualquier lado. Así es como reaccionamos cuando hay un asalto o un asesinato, un atropellamiento o cualquier cosa. “Mejor ni te metas” es la consigna. Fácil ¿no?
No había bronca, no era una desgracia en sí sino una suerte; de los males el menor.
Todavía esperé media hora a que llegara la señora de los recibos. Ni modo que me fuera a mi casa y regresara más tarde; era el último día de pago. Llegó por fin, otras personas se agandallaron mi lugar, y cuando me tocó el turno, expuse mi caso: Señora, fíjese que no me llegó mi recibo y vine a ver su de casualidad lo tenía. No, pues no. A ver, uno anterior. Es que no lo tengo. Entonces tráigame el número de su medidor. No sé cual es. Pa’ pronto, copie todos los números que vea y yo sabré cual es el del medidor.
Fui a la casa de a cojito, regresé con un papel de tres líneas de números, ella ubicó el bueno y me dijo que mañana regresara y que ella ya tendría el recibo. Es que mañana trabajo. Entonces vaya a pagar al cajero.
Otra vez de a cojito fui a la parada, bajé a las oficinas de la CFE, hice cola en el cajero, pagué, regresé a la parada, tomé mi combi y volví a casa.
Los vecinitos preguntaron: ¿Por qué caminas así? Me torcí el pie. ¿Y por qué no lo enderezas? (¿Y por qué no te vas a la chingada?) Claro que eso nomás lo pensé. Subí a mi casa, recordé que Ángela me pidió que enjuagara la ropa porque si se queda en la lavadora se apesta, así que la enjuagué, la subí a la azotea, la tendí y bajé a encender el boiler para llenar una bandeja con agua caliente y sal y meter los pies y ya no volver a levantarme de la cama.
Recibí un mensaje: mándame los expedientes secretos X de Tequexquitla, por mail. Los llevé (siempre de a cojito, cada vez con más dolores), charlé un poco por el Messenger con Zamiasa, y fui a meterme a la cama.
Pero por la noche alguien tocó a mi puerta y al bajar el pie, el tamal que llegó al suelo protestó con un dolor cabrón. Como pude me deslicé a la ventana, grité al patio y le pedí a la visita que cachara mis llaves y que se metiera porque yo hasta la puerta no llegaba.
De ahí en adelante, con gran altruismo, Ángela se ha encargado de traerme el desayuno, comida y cena. Los cuates me han hablado por teléfono, una me visitó y ya hasta me han hablado para ofrecerme trabajo, justo ahora que todavía no puedo pisar firme.¿Qué cosas no?