El metiche de marras

Monday, September 20, 2010

Esos cambios que suceden...

IFC es la segunda de mis amistades que visita el tiradero que aún no termina de convertirse en mi acogedora casa. Bueno, ya antes vino un cierto maestro de música a arrear con los herrajes de una batería que rodaba de acá para allá sin beneficio musical alguno.
Estuvimos charlando un breve espacio de tiempo en los que hablamos un poco sobre literatura, sobre los libros que hemos leido, sobre los escritores y poetas que conocí en Monterrey, sobre ciertos literatos locales, sobre escritores underground y sus fervientes séquitos de fans  y acabó por decirme que por eso casi no le gusta convivir con literatos, inevitablemente se habla de literaturaÑ y en su concepción (que a veces también es la mía) es como de mucha hueva estar reflexionando sobre el oficio.
Me imagino a un obrero llegando a su casa, después de siete ensordecedoras horas en la nave de la fábrica, y ponerse a hacer ruido de motores y traillas y sopletes y martillazos ante su mujer e hijos. Como que la cosa no es para tanto. Así pues, este amigo literato no quiere hablar de literatura ante otros literatos. Lo comprendo.
Hablamos, pues, de cine, y finalmente concluimos con que el cine es mejor mirarlo y no comentarlo, así que simplemente rescatamos los cupones de descuento que ya antes habían ido a parar a la basura, y que gracias a la prolongación del plazo de vencimiento, nos evitaríamos gastar mucho.
La película estuvo buena, aunque inevitablemente me hizo caer en la cuenta de que yo podría ser un poco reaccionario, que tiendo a entronizar a ciertos personajes hasta el punto de sentirme incómodo cuando los veo redimensionados a un papel más humano, más mortal, más con los defectos que caracterizan a la especie y menos como el extraordinario personaje que me gustaría que siguiera siendo. Ya antes me había pasado con Sherlock Holmes, y ahora lo confirmo con Hidalgo.

Luego entonces, y esto es parte de lo que conversé con IFC, me surge recurrente la pregunta: ¿en qué momento dejamos de ser como éramos hace diez años? Todo este enfriamiento, esa concienzudo desmenuzamiento de las situaciones que antes eran simplemente espontáneas, quizá auténticas y bien intencionadas, ahora se llevan entre las patas a esta generación que ya nos llama “señor”, y no “carnal”.
Así y todo, seguimos siendo jóvenes, seguimos siendo los que éramos, simplemente es que hemos aprendido un poco más del mundo.
Eso es lo que espero, o ya me chingué.
(Y nos hemos chingado tantos…)

Monday, September 13, 2010

Ociociudades V

¡Pásele marchante, pásele! ¡Barato nomás un rato! ¡Qué le damos güerita, mire qué chulada!

La vida en el tianguis es precisamente eso: vida. Uno puede recorrer pasillos esquivando a diableros, a marchantas con las bolsas voluminosas, percibir los cientos de aromas de verdura, fruta, chicharrón, abarrotes, ocotitos, chalupas, quesadillas; más allá zapatos, cestos de mimbre y palma, carne expuesta a la mirada, al olfato y a la codicia de perros famélicos. Uno se desliza con deleite escuchando un caótico entrecruzamiento de voces, rumores, pregones, regateos y gritos de ¡va el golpe, va el golpe! Y mientras dribla el carrito de los elotes, sopesa una piña y se pone a regatear con el puestero hasta lograr un precio que ambas partes juzgan adecuado, quedando ambos con la íntima sensación de que cerraron un buen negocio.
En el tianguis todo tiene rostro humano. Uno se reconoce en ese otro sujeto que carga la bolsa del mandado y piensa en que allá en casa la mujer espera los ingredientes del sabroso puchero que aliviará los malestares de la fiesta anterior.
A diferencia del repertorio de pop ochentero y seudo lounge que, sin poder precisar su procedencia, se desliza en el ambiente del centro comercial, en el tianguis tienes las bocinas frente a ti exhalando canciones tropicales, gruperas, de banda, reguetones, pop populachero, las viejitas pero bonitas. Una amalgama de sonidos que otorgan autenticidad y dicen mucho más de lo que estarían dispuestos a decir sus respectivos escuchas. Cada sonido se ofrece al comprador con toda la carga anímica de quien lo pone a todo volumen.
En el centro comercial nunca encontrarás alguien a quien regatearle, no sabrás si la fruta es ¡tres kilos treinta, jefa; uno doce!
En el tianguis puedes no comprar nada y salir de ahí satisfecho de la visita. En el centro comercial, darás y darás vueltas, y aunque el carrito esté lleno, ese vacío existencial que te condujo allí seguirá siendo inmenso.
El asistente del tianguis tiene cuates a los que cuenta sus penas; el consumidor de un centro comercial tiene un sicoanalista.
En los asépticos pasillos del centro comercial te sentirás solo aunque te cruces con una centena de individuos; el carrito impone la distancia. En el tianguis las comadres se encuentran sin planearlo y pueden pasar horas masticando a gusto a la vecindad entera mientras, de pasadita, te enteras de que fulanito anda con sutanita y que tal se fue al otro lado y aquel otro ya murió de viejo, de borracho o de un cólico.
Con el marchante puedes establecer una conexión profunda, con el empleado de cajas jamás. El cerillo servicial del centro comercial jamás llegará a tener el estatus del bolsero de la central de abastos.
De puesto en puesto probarás un poco de cada fruta, verdura, carne y cuanta mercancía se halle sobre tablones, costales, huacales y burros metálicos, la prodigalidad del tianguista es así. Si tú osas picar una uva, un jamoncito, un juguito, inmediatamente te caerá el encargado del departamento X a decirte que por favor, no abra, toque ni desenvuelva nada antes de pagarlo.
Y finalmente, al pagarle a la señora de las verduras no te hará sentir incómodo por no aceptar ese robo institucional que es el redondeo, y si te queda a deber unos centavitos te dará el pilón.