El metiche de marras

Sunday, May 20, 2012

Reflexiones para jodidos


OCIOCIUDADES XXI

El decir que la vida cada vez es más cara es un tópico que ya a nadie toma por sorpresa. Es más, es el discurso común a la hora de comenzar una plática. Uno suele quejarse amargamente de que la vida es más dura que antes, de que las crisis, y las devaluaciones y los impuestos y la carestía y todo eso. Es curioso cómo a lo largo de mis años siempre he venido escuchando las mismas palabras. Pero curiosamente, la gente sigue viviendo, sigue habiendo quien ve crecer su fortuna, sigue habiendo quien se muere en la miseria. Con carestías y todo, seguimos comiendo carne los domingos, yendo al cine, comprando aparatos electrónicos, endrogándonos en las fiestas familiares, consumiendo los consumibles sociales de siempre.
Lo que debe tranquilizarnos es que el nivel de vida es idéntico, sólo varía el número de ceros que se le agregan a las cosas materiales. Antes solía frustrarme al pensar que hay gente que gana en una quincena lo que yo ganaba en un año. Pero después he venido a caer en la cuenta de que así como lo ganan lo gastan. Y no lo gastan en mejores cosas. Ellos suelen ganar, por decir veinte mil pesos, mientras que otros ganan 200. Pero lo que los equilibra es que, mientras el pobre se compra, con esos doscientos pesos, unos tenis de 180 pesos, el que gana más igual se los gasta en unos zapatos de 17 mil pesos. ¿El resultado? Ambos tienen lo mismo.
Y no es como que el zapato más caro los hace caminar mejor, ni los lleva a sitios diferentes, ni los endereza ni nada. Es sólo un par de zapatos, igual que aquel par de tenis. Que sea muchísimo más caro no significa absolutamente nada. Hay más, comer, vestirse, pasear, todo es magnificado por un ingreso más abultado, pero en esencia estamos tratando el mismo tema. Son pobres orgánicos. El hecho de percibir más dinero no los hace mejores personas. El dinero finalmente no es de ellos. Acaba diluyéndose en gastos más estratosféricos e igualmente inútiles. Uno pensaría que quizá la justificación es que de sus manos sale para repartirlo a más gente. Una especie de empleador. Pero entonces, de esa manera no es más que un engranaje, una polea que utiliza el dinero para repartirse. Y en estos casos, ser simplemente un intermediario de ese flujo monetario no tiene mérito alguno. Dedicarse a recibir, administrar y volver a repartir dinero no tiene nada de meritorio ni enorgullecedor. El pobre vive angustiado por el día a día, el rico vive estresado por su contabilidad.
¿Para qué sufrimos entonces? Los aparatos, las marcas, las “calidades”, no aportan nada en términos de existencia. Son lujos igual que son objetos, igual que tienen una sola función. Y si al final no cumplen su función primaria entonces más les valiera no existir. Si comprendiéramos eso, nos ahorraríamos tantas frustraciones y tantos afanes y tanto estrés y tanto de todo eso que es la enfermedad endémica de las ciudades.

Cantos colectivos para denostar a la mitad de la concurrencia


OCIOCIUDADES XXII

Darle gusto a la gente congregada en grandes cantidades puede parecer arduo y complicado. Pero descubrí que no. Es más difícil mantener la atención y las expectativas de un grupo escaso. Porque ahí debes estar pendiente de cada una de las inteligencias que están a tu alrededor. Estar de frente a poca gente te enfrenta a la situación de ser testigo de cada uno de sus estados de ánimo. Te das perfectamente cuenta de quién está aburrido, cansado, ansioso o indiferente. A quién le está llegando tu discurso y a quién simplemente le está valiendo un pito. Y saber eso, en el momento de tu intervención, condiciona tu desempeño. Tener a cientos de espectadores en cambio, disminuye la presión. No eres responsable de la gente ni de sus expresiones. Todo lo que debes ver es la masa. Luego entonces, sabes que la masa es mimética. La mayoría actúa no en función de sus emociones, sino en el colectivo. La risa se vuelve contagiosa, el aplauso es la réplica de los de junto. La respuesta es automática. Los que configuran la masa se ven impelidos a actuar de la misma forma que la mayoría.
Esa es la apuesta de los animadores, de los payasos, de los imitadores. De los artistas comerciales. Por eso, el hombre que firma mis cheques prefiere eventos multitudinarios que pequeñas actividades; ya que además le sirven de capital político.
Para ser honesto, no tenía nada organizado, y lo que alcanzaba a imaginar, lo desechaba de inmediato ante la perspectiva de ser interrogado sobre su pertinencia. Luego entonces, dejé que fueran contratados un par de animadores-imitadores-replicantes de la cultura de masas.
Le dio al clavo, de acuerdo a lo que él quería. Todavía no acabo de sentirme cómodo cuando presencio ese tipo de espectáculos. A mí me da por proponer imaginariamente alternativas, a partir de lo que veo e imagino cómo modificarlo.
Para comenzar, una cantante. Empatía inmediata de género. Todas las mujeres se conectan de inmediato. Luego vienen las canciones. Desmenuzo cada canción y encuentro cantidad de tópicos sexistas, pendencieros, sin propuesta pero con mucho resentimiento. Ellas las corean intercalando improperios que las señoras  celebran con risas nerviosas.  Busca en cada frase brava la complicidad de las mujeres para reírse en colectivo de los hombres. Escarneciendo sus deficiencias sexuales con sonrisas chocarreras cargadas del recuerdo propio de que así ha sido, efectivamente su íntima historia sexual y dejando salir, en carcajadas, el despecho de no haber podido evitarlo.
Cuando le toca el turno al hombre, entra en el escenario reivindicando al género ya discretamente vapuleado por la cantante de ranchero. En ese momento ellas olvidan absolutamente todo lo que pudieron haber comenzado a reflexionar, para rendirse ante la imagen del macho en medio de las cientos de hembras potencialmente rivales. Es un juego primitivo. Ahora él es dueño de sus voluntades, y no importará que pueda ser un mal amante, que tenga el miembro del tamaño de un dedo menique, que sea una rata de dos patas, que sea el inútil, rastrero, ponzoñoso sujeto que hace media hora estaban dispuestas a despreciar. El remedo del artista que quisieran que hubiera sido, se deja trasegar visualmente, disfrutando de su posición de unitario objeto del deseo de miles. Sabiendo de antemano que ninguna hará algo mas allá de lo que su forzada libertad momentánea le permita hacer, y que así le evita el asco de sentirse besado por una mujer de más de setenta años que con todo y bastón se deja llegar hasta el centro de la pista para ser la envidia de las mujeres jóvenes que, aunque quisieran atreverse, la presencia de sus hijos y el marido todavía las intimida.
Ambas expresiones son válvulas de escape para la cotidianidad de cada una de ellas. Y así concebida la cuestión, todos pueden darse por bien servidos, sabiendo que aquí nada pasó, que todo regresará a la normalidad y que la siguiente vez, quizá lleguen más mujeres, más regalos, más canciones pendencieras y más esperanzas de que la vida siga el cauce que ya le marcaron para evitarse sobresaltos existenciales.

Tuesday, May 15, 2012

Risas de ciegos


Fuimos a una función de teatro que era un circo para ciegos, en la que sólo dos asistentes eran realmente ciegos y uno de ellos era parte del staff. Una función interesante por varias razones: fue contratada para saborear a una treintena de facilitadores de salas de lectura. Gente presumiblemente más sensibilizada en esto de la apreciación de las artes.
Disfruté mucho de la función desde el primer momento, cuando nos hicieron ponernos antifaces que nos hicieran “ver” el mundo como lo “ven” los ciegos. Ser ciego y guía de ciego es un asunto de confianza. Se debe confiar plenamente en quien nos va llevando por todo el camino, no desviarse, no intentar pasos fuera del sendero que va trazando quien va adelante. Ir más atento a las señales que mandan los otros sentidos. Lo que se escucha, lo que se toca, lo que se huele. Y sobre todo, lo que a partir de la información proporcionada por esos sentidos, la mente construye en imágenes y que conforman el fuerte de esa experiencia.
De manera similar, es así como funciona la lectura. Uno construye los escenarios en la mente partiendo simplemente de la página de un libro. Esta tarde tuve la lectura sin libro de una estupenda escena llena de trastos, un payaso alcohólico, un hombre fuerte prisionero de su propio circo y debilitado por el recuerdo de un amor perdido, de casetas rodantes habitación de cirqueros, de botellas rotas de cerveza, de vomitadas escandalosas, un huérfano trapecista que corría de acá para allá en su afán de escapar de todo lo que lo lastima, de trajines acelerados en la preparación de las funciones, del incendio, de la ambulancia con aspecto de carroza fúnebre blanco escarapelado. “Ví” sin ver, y de acuerdo a mis propios clichés, una película de aquellos tiempos en que el melodrama adquirió la marca de la casa, la denominación de origen, la definición por antonomasia de lo que un melodrama debe ser.
 Para bien o para mal. La época de oro del cine mexicano dictó, nos marcó indeleblemente  sobre el concepto del melodrama mexicano. Quizá la expresión que más sinceridad y autenticidad quiso otorgar a su forma de narrar e involucrar al espectador. Sus formas de verbalizar la vida, su tono trágico, las voces, los acentos, ciertas frases, ciertos tópicos. Por más que las telenovelas han hecho su aporte hasta el ridículo, no hemos podido sacudirnos esa forma de melodrama. Todo el tiempo tuve la profunda sensación de que Pedro Infante rondaba el escenario.
Y, amparado en la artificial ceguera del resto de los asistentes, me permití alguna que otra lágrima, pues qué caray. Y habría esperado una actitud similar de los demás, por lo que me acabó molestando que en su lugar, hubiera tantos cuchicheos, tantas risas, tanto trasegar en los asientos.
Es interesante comprobar que muchas de las risas que proferimos son fuera de lugar. El día anterior, domingo, en otro ejercicio colectivo que trataba de observar a la gente en su contexto cotidiano para tratar de sacar en claro su estrato social y los clichés a los que está obligado a responder, los compañeros se pusieron a bailar en grupo. Hubo el típico desinhibido que acaba exagerando su libertad de acción, el que se champla con cara dura y pretende enojarse si lo interrumpen en su profunda contemplación de la escena, la que observa con mirada ansiosa y suplicante que alguien sea lo suficientemente insistente para soportar dos minutos de negativas sin desanimarse, para luego bailar y bailar. Aquellas que, al amparo de la bola, bailan a sabiendas de que carecen de estilo y gracia y que, para sacudirse la sensación de ridículo exageran sus malos pasos y ríen a carcajadas. Aquellas que aplauden marcando el ritmo porque saben que sus pies no lo harían ni de chiripa, los que, también carcajada en ristre y en rostro, huyen y cometen torpezas a propósito cuando la compañera, envalentonada, intenta sacar a bailar. El asunto es que en grupo muchos nos atrevemos a hacer cosas que en solitario no haríamos. La camada estimula la complicidad. Y esa complicidad disculpa las extravagancias, los exabruptos y las actitudes inverosímiles. Libera mucho de la fuerte sensación de ridículo que nos agobia y que nos impide, en otros contextos, actuar con tanta desinhibición. Y la marca más fehaciente de que estamos en situación de ridículo es la abundancia de risas sonoras, sonrisas duras y carcajadas batientes. En general son risas nerviosas, risas válvula de escape. Risas que, como en la función de ciegos, escuché a cada rato sustituyendo el silencio a que obligaba la circunstancia. Esas risas eran detonadas cuando ocurría, dentro de la obra, un accidente, un intercambio de historias desgarradoras; cuando al protagonista de once años lo azota el payaso alcohólico, cuando “campanita”, la enana enamorada de “Titán”, el forzudo del circo y dueño del mismo, es rechazada por él. Todos esos momentos que alguien sensibilizado e inmerso en el melodrama se deja simplemente disolver en lágrimas. Aquí evitaron llorar riendo compulsivamente. Es, por cierto, otro de los clichés que hemos adquirido en la entronización del melodrama como mexicanos. 

Tuesday, May 01, 2012

presuntuosos aforismos

No es que quiera entrar o salir de algún lado; lo que quiero es que las puertas siempre estén abiertas

Por andar metiéndome donde no me llaman, desoigo los llamados de quien debo escuchar.


Casi siempre estoy seguro de lo que quiero. Lo malo es que casi nunca sé cómo va a resultar. Y es ahí donde siempre comienzan mis problemas.


¡Sólo la ignorancia podría justificar tanta insolencia!


Sabiendo lo que no debemos hacer, es sorprendente comprobar la cantidad de cosas que sí podemos hacer.


Tanta historia, tantas tendencias, tanto de dónde nutrir imágenes y referencias, me han vuelto desconfiado.
Ya no soy nadie más que yo mismo.





De un tiempo a esta parte de mi vida, la misma da vuelcos perturbadores. He probado suerte en cantidad de cosas que desde afuera parecen grandes logros, pero continuamente yo mismo los siento como retrocesos o como lastres. Acabo siendo maestro, funcionario, clasemediero afanador doméstico, gestor de actividades que no son las que desearía gestionar.
Y todo esto ¿a qué me lleva? las más de las veces me siento frustrado. He de reconocer que mucho de mi descontento es contra mí mismo, porque a estas alturas todavía no aprendo a reconocer los puntos flacos de mis gestiones, y por lo mismo no puedo resolverlos.
Otra de las cosas que me tienen ofuscado es esta manía de navegar sin sentido por esos recurrentes sitios que se han vuelto acaparadores de la atención de millones y millones.
Hay tanto aquí adentro, como cuando discurseaba que hay tanto allá afuera, que uno se siente perdido y acaba por regresar a este ridículamente pequeño nido.
Y aquí anidados, se nos acumula la mierda, el olor del orín, las virutas de nuestra degluciones, los desperdicios de nuestros resabios, las babas de nuestras vociferaciones.
Justo ahora veo lo obvio: hay que salir y dejar que esto se airee un poco, hay que sacudirse esta mugre para regresar refrescados.
Por eso, todos los activistas de pantalla no logran lo que tanto discursean: aquí adentro no hay nada más que hacer. todo el trabajo está allá afuera.
Ya me voy.
Sacudiré un poco la porquería y después regreso a consignar lo hecho.