Fuimos a una función de teatro que era un
circo para ciegos, en la que sólo dos asistentes eran realmente ciegos y uno de
ellos era parte del staff. Una función interesante por varias razones: fue
contratada para saborear a una treintena de facilitadores de salas de lectura.
Gente presumiblemente más sensibilizada en esto de la apreciación de las artes.
Disfruté mucho de la función desde el
primer momento, cuando nos hicieron ponernos antifaces que nos hicieran “ver”
el mundo como lo “ven” los ciegos. Ser ciego y guía de ciego es un asunto de
confianza. Se debe confiar plenamente en quien nos va llevando por todo el
camino, no desviarse, no intentar pasos fuera del sendero que va trazando quien
va adelante. Ir más atento a las señales que mandan los otros sentidos. Lo que
se escucha, lo que se toca, lo que se huele. Y sobre todo, lo que a partir de
la información proporcionada por esos sentidos, la mente construye en imágenes
y que conforman el fuerte de esa experiencia.
De manera similar, es así como funciona la
lectura. Uno construye los escenarios en la mente partiendo simplemente de la
página de un libro. Esta tarde tuve la lectura sin libro de una estupenda
escena llena de trastos, un payaso alcohólico, un hombre fuerte prisionero de
su propio circo y debilitado por el recuerdo de un amor perdido, de casetas
rodantes habitación de cirqueros, de botellas rotas de cerveza, de vomitadas
escandalosas, un huérfano trapecista que corría de acá para allá en su afán de
escapar de todo lo que lo lastima, de trajines acelerados en la preparación de
las funciones, del incendio, de la ambulancia con aspecto de carroza fúnebre
blanco escarapelado. “Ví” sin ver, y de acuerdo a mis propios clichés, una
película de aquellos tiempos en que el melodrama adquirió la marca de la casa,
la denominación de origen, la definición por antonomasia de lo que un melodrama
debe ser.
Para
bien o para mal. La época de oro del cine mexicano dictó, nos marcó
indeleblemente sobre el concepto del
melodrama mexicano. Quizá la expresión que más sinceridad y autenticidad quiso
otorgar a su forma de narrar e involucrar al espectador. Sus formas de
verbalizar la vida, su tono trágico, las voces, los acentos, ciertas frases,
ciertos tópicos. Por más que las telenovelas han hecho su aporte hasta el
ridículo, no hemos podido sacudirnos esa forma de melodrama. Todo el tiempo
tuve la profunda sensación de que Pedro Infante rondaba el escenario.
Y, amparado en la artificial ceguera del
resto de los asistentes, me permití alguna que otra lágrima, pues qué caray. Y
habría esperado una actitud similar de los demás, por lo que me acabó
molestando que en su lugar, hubiera tantos cuchicheos, tantas risas, tanto
trasegar en los asientos.
Es interesante comprobar que muchas de las
risas que proferimos son fuera de lugar. El día anterior, domingo, en otro
ejercicio colectivo que trataba de observar a la gente en su contexto cotidiano
para tratar de sacar en claro su estrato social y los clichés a los que está
obligado a responder, los compañeros se pusieron a bailar en grupo. Hubo el
típico desinhibido que acaba exagerando su libertad de acción, el que se
champla con cara dura y pretende enojarse si lo interrumpen en su profunda
contemplación de la escena, la que observa con mirada ansiosa y suplicante que
alguien sea lo suficientemente insistente para soportar dos minutos de negativas
sin desanimarse, para luego bailar y bailar. Aquellas que, al amparo de la bola,
bailan a sabiendas de que carecen de estilo y gracia y que, para sacudirse la
sensación de ridículo exageran sus malos pasos y ríen a carcajadas. Aquellas
que aplauden marcando el ritmo porque saben que sus pies no lo harían ni de
chiripa, los que, también carcajada en ristre y en rostro, huyen y cometen
torpezas a propósito cuando la compañera, envalentonada, intenta sacar a
bailar. El asunto es que en grupo muchos nos atrevemos a hacer cosas que en
solitario no haríamos. La camada estimula la complicidad. Y esa complicidad
disculpa las extravagancias, los exabruptos y las actitudes inverosímiles.
Libera mucho de la fuerte sensación de ridículo que nos agobia y que nos
impide, en otros contextos, actuar con tanta desinhibición. Y la marca más
fehaciente de que estamos en situación de ridículo es la abundancia de risas
sonoras, sonrisas duras y carcajadas batientes. En general son risas nerviosas,
risas válvula de escape. Risas que, como en la función de ciegos, escuché a
cada rato sustituyendo el silencio a que obligaba la circunstancia. Esas risas
eran detonadas cuando ocurría, dentro de la obra, un accidente, un intercambio
de historias desgarradoras; cuando al protagonista de once años lo azota el
payaso alcohólico, cuando “campanita”, la enana enamorada de “Titán”, el
forzudo del circo y dueño del mismo, es rechazada por él. Todos esos momentos
que alguien sensibilizado e inmerso en el melodrama se deja simplemente
disolver en lágrimas. Aquí evitaron llorar riendo compulsivamente. Es, por
cierto, otro de los clichés que hemos adquirido en la entronización del
melodrama como mexicanos.