Iba a poner "...de la nube..." Pero eso ya me sonaba a cursilería no propia para narrar un suceso absolutamente trivial pero que me dejó con una sensación curiosísima.
Y es que a mis treinta años, el caer de esa manera, cual mocosito de preescolar, no era para menos que reírme de mí mismo además de lo que lo harían quienes me hubieran visto.
Adjunto al suceso, ya venían sumándose otras caídas más alegóricas, como la caída de mi cabello hace cosa de dos meses, la caída de mis playeras negras ante un bárbaro sol despellejante, o la caída de mis hombros ante el embate de mis deudas. En fin.
Pero de lo que se trata es de contar que hace unos días, mientras preparaba el desayuno, escuché al gasero vociferar desde la calle, y para evitar que se me fuera a escapar, bajé corriendo las escaleras de mi casa, driblé el coche del vecino, y de repente, sin saber exactamente como, mi zapato derecho se quedó atorado en una rendija de la loseta, y caí como caería una canoa, hasta dobladito hacia atrás. Sentí el golpe de mis rodillas, de la panza, de mi codo izquierdo y la palma de la mano derecha untándose en el cemento.
Naturalmente solté la risa ¿qué más podía hacer? Bueno, levantarme. Pero la risa no duró mucho, de lo que me sentía adolorido era del estómago. Así que lo más contundido fue mi estómago. Vaya, pensé, como niño.
Así que, nuevamente, haciendo como que no pasaba nada, sin voltear a ningún lado, y rogando porque nadie más hubiera presenciado el ranazo, fui a comprar mi tanque y a colocarlo para, después del baño, seguir cayendo en esta dinámica de caídas y claudicaciones.
ya diré más sobre eso que tenga mayor relevancia; mientras tanto, aún me sigo sobando la panza. Je je je.
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