El metiche de marras

Monday, September 13, 2010

Ociociudades V

¡Pásele marchante, pásele! ¡Barato nomás un rato! ¡Qué le damos güerita, mire qué chulada!

La vida en el tianguis es precisamente eso: vida. Uno puede recorrer pasillos esquivando a diableros, a marchantas con las bolsas voluminosas, percibir los cientos de aromas de verdura, fruta, chicharrón, abarrotes, ocotitos, chalupas, quesadillas; más allá zapatos, cestos de mimbre y palma, carne expuesta a la mirada, al olfato y a la codicia de perros famélicos. Uno se desliza con deleite escuchando un caótico entrecruzamiento de voces, rumores, pregones, regateos y gritos de ¡va el golpe, va el golpe! Y mientras dribla el carrito de los elotes, sopesa una piña y se pone a regatear con el puestero hasta lograr un precio que ambas partes juzgan adecuado, quedando ambos con la íntima sensación de que cerraron un buen negocio.
En el tianguis todo tiene rostro humano. Uno se reconoce en ese otro sujeto que carga la bolsa del mandado y piensa en que allá en casa la mujer espera los ingredientes del sabroso puchero que aliviará los malestares de la fiesta anterior.
A diferencia del repertorio de pop ochentero y seudo lounge que, sin poder precisar su procedencia, se desliza en el ambiente del centro comercial, en el tianguis tienes las bocinas frente a ti exhalando canciones tropicales, gruperas, de banda, reguetones, pop populachero, las viejitas pero bonitas. Una amalgama de sonidos que otorgan autenticidad y dicen mucho más de lo que estarían dispuestos a decir sus respectivos escuchas. Cada sonido se ofrece al comprador con toda la carga anímica de quien lo pone a todo volumen.
En el centro comercial nunca encontrarás alguien a quien regatearle, no sabrás si la fruta es ¡tres kilos treinta, jefa; uno doce!
En el tianguis puedes no comprar nada y salir de ahí satisfecho de la visita. En el centro comercial, darás y darás vueltas, y aunque el carrito esté lleno, ese vacío existencial que te condujo allí seguirá siendo inmenso.
El asistente del tianguis tiene cuates a los que cuenta sus penas; el consumidor de un centro comercial tiene un sicoanalista.
En los asépticos pasillos del centro comercial te sentirás solo aunque te cruces con una centena de individuos; el carrito impone la distancia. En el tianguis las comadres se encuentran sin planearlo y pueden pasar horas masticando a gusto a la vecindad entera mientras, de pasadita, te enteras de que fulanito anda con sutanita y que tal se fue al otro lado y aquel otro ya murió de viejo, de borracho o de un cólico.
Con el marchante puedes establecer una conexión profunda, con el empleado de cajas jamás. El cerillo servicial del centro comercial jamás llegará a tener el estatus del bolsero de la central de abastos.
De puesto en puesto probarás un poco de cada fruta, verdura, carne y cuanta mercancía se halle sobre tablones, costales, huacales y burros metálicos, la prodigalidad del tianguista es así. Si tú osas picar una uva, un jamoncito, un juguito, inmediatamente te caerá el encargado del departamento X a decirte que por favor, no abra, toque ni desenvuelva nada antes de pagarlo.
Y finalmente, al pagarle a la señora de las verduras no te hará sentir incómodo por no aceptar ese robo institucional que es el redondeo, y si te queda a deber unos centavitos te dará el pilón.

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