OCIOCIUDADES XXII
Darle gusto a la gente congregada
en grandes cantidades puede parecer arduo y complicado. Pero descubrí que no. Es
más difícil mantener la atención y las expectativas de un grupo escaso. Porque
ahí debes estar pendiente de cada una de las inteligencias que están a tu
alrededor. Estar de frente a poca gente te enfrenta a la situación de ser
testigo de cada uno de sus estados de ánimo. Te das perfectamente cuenta de
quién está aburrido, cansado, ansioso o indiferente. A quién le está llegando
tu discurso y a quién simplemente le está valiendo un pito. Y saber eso, en el
momento de tu intervención, condiciona tu desempeño. Tener a cientos de espectadores
en cambio, disminuye la presión. No eres responsable de la gente ni de sus
expresiones. Todo lo que debes ver es la masa. Luego entonces, sabes que la masa
es mimética. La mayoría actúa no en función de sus emociones, sino en el
colectivo. La risa se vuelve contagiosa, el aplauso es la réplica de los de
junto. La respuesta es automática. Los que configuran la masa se ven impelidos
a actuar de la misma forma que la mayoría.
Esa es
la apuesta de los animadores, de los payasos, de los imitadores. De los
artistas comerciales. Por eso, el hombre que firma mis cheques prefiere eventos
multitudinarios que pequeñas actividades; ya que además le sirven de capital
político.
Para
ser honesto, no tenía nada organizado, y lo que alcanzaba a imaginar, lo
desechaba de inmediato ante la perspectiva de ser interrogado sobre su
pertinencia. Luego entonces, dejé que fueran contratados un par de
animadores-imitadores-replicantes de la cultura de masas.
Le
dio al clavo, de acuerdo a lo que él quería. Todavía no acabo de sentirme
cómodo cuando presencio ese tipo de espectáculos. A mí me da por proponer
imaginariamente alternativas, a partir de lo que veo e imagino cómo
modificarlo.
Para
comenzar, una cantante. Empatía inmediata de género. Todas las mujeres se
conectan de inmediato. Luego vienen las canciones. Desmenuzo cada canción y
encuentro cantidad de tópicos sexistas, pendencieros, sin propuesta pero con
mucho resentimiento. Ellas las corean intercalando improperios que las señoras celebran con risas nerviosas. Busca en cada frase brava la complicidad de
las mujeres para reírse en colectivo de los hombres. Escarneciendo sus
deficiencias sexuales con sonrisas chocarreras cargadas del recuerdo propio de
que así ha sido, efectivamente su íntima historia sexual y dejando salir, en
carcajadas, el despecho de no haber podido evitarlo.
Cuando
le toca el turno al hombre, entra en el escenario reivindicando al género ya
discretamente vapuleado por la cantante de ranchero. En ese momento ellas
olvidan absolutamente todo lo que pudieron haber comenzado a reflexionar, para
rendirse ante la imagen del macho en medio de las cientos de hembras
potencialmente rivales. Es un juego primitivo. Ahora él es dueño de sus
voluntades, y no importará que pueda ser un mal amante, que tenga el miembro
del tamaño de un dedo menique, que sea una rata de dos patas, que sea el inútil,
rastrero, ponzoñoso sujeto que hace media hora estaban dispuestas a despreciar.
El remedo del artista que quisieran que hubiera sido, se deja trasegar
visualmente, disfrutando de su posición de unitario objeto del deseo de miles.
Sabiendo de antemano que ninguna hará algo mas allá de lo que su forzada
libertad momentánea le permita hacer, y que así le evita el asco de sentirse
besado por una mujer de más de setenta años que con todo y bastón se deja
llegar hasta el centro de la pista para ser la envidia de las mujeres jóvenes
que, aunque quisieran atreverse, la presencia de sus hijos y el marido todavía
las intimida.
Ambas
expresiones son válvulas de escape para la cotidianidad de cada una de ellas. Y
así concebida la cuestión, todos pueden darse por bien servidos, sabiendo que
aquí nada pasó, que todo regresará a la normalidad y que la siguiente vez,
quizá lleguen más mujeres, más regalos, más canciones pendencieras y más
esperanzas de que la vida siga el cauce que ya le marcaron para evitarse
sobresaltos existenciales.
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