El metiche de marras

Tuesday, May 15, 2012

Risas de ciegos


Fuimos a una función de teatro que era un circo para ciegos, en la que sólo dos asistentes eran realmente ciegos y uno de ellos era parte del staff. Una función interesante por varias razones: fue contratada para saborear a una treintena de facilitadores de salas de lectura. Gente presumiblemente más sensibilizada en esto de la apreciación de las artes.
Disfruté mucho de la función desde el primer momento, cuando nos hicieron ponernos antifaces que nos hicieran “ver” el mundo como lo “ven” los ciegos. Ser ciego y guía de ciego es un asunto de confianza. Se debe confiar plenamente en quien nos va llevando por todo el camino, no desviarse, no intentar pasos fuera del sendero que va trazando quien va adelante. Ir más atento a las señales que mandan los otros sentidos. Lo que se escucha, lo que se toca, lo que se huele. Y sobre todo, lo que a partir de la información proporcionada por esos sentidos, la mente construye en imágenes y que conforman el fuerte de esa experiencia.
De manera similar, es así como funciona la lectura. Uno construye los escenarios en la mente partiendo simplemente de la página de un libro. Esta tarde tuve la lectura sin libro de una estupenda escena llena de trastos, un payaso alcohólico, un hombre fuerte prisionero de su propio circo y debilitado por el recuerdo de un amor perdido, de casetas rodantes habitación de cirqueros, de botellas rotas de cerveza, de vomitadas escandalosas, un huérfano trapecista que corría de acá para allá en su afán de escapar de todo lo que lo lastima, de trajines acelerados en la preparación de las funciones, del incendio, de la ambulancia con aspecto de carroza fúnebre blanco escarapelado. “Ví” sin ver, y de acuerdo a mis propios clichés, una película de aquellos tiempos en que el melodrama adquirió la marca de la casa, la denominación de origen, la definición por antonomasia de lo que un melodrama debe ser.
 Para bien o para mal. La época de oro del cine mexicano dictó, nos marcó indeleblemente  sobre el concepto del melodrama mexicano. Quizá la expresión que más sinceridad y autenticidad quiso otorgar a su forma de narrar e involucrar al espectador. Sus formas de verbalizar la vida, su tono trágico, las voces, los acentos, ciertas frases, ciertos tópicos. Por más que las telenovelas han hecho su aporte hasta el ridículo, no hemos podido sacudirnos esa forma de melodrama. Todo el tiempo tuve la profunda sensación de que Pedro Infante rondaba el escenario.
Y, amparado en la artificial ceguera del resto de los asistentes, me permití alguna que otra lágrima, pues qué caray. Y habría esperado una actitud similar de los demás, por lo que me acabó molestando que en su lugar, hubiera tantos cuchicheos, tantas risas, tanto trasegar en los asientos.
Es interesante comprobar que muchas de las risas que proferimos son fuera de lugar. El día anterior, domingo, en otro ejercicio colectivo que trataba de observar a la gente en su contexto cotidiano para tratar de sacar en claro su estrato social y los clichés a los que está obligado a responder, los compañeros se pusieron a bailar en grupo. Hubo el típico desinhibido que acaba exagerando su libertad de acción, el que se champla con cara dura y pretende enojarse si lo interrumpen en su profunda contemplación de la escena, la que observa con mirada ansiosa y suplicante que alguien sea lo suficientemente insistente para soportar dos minutos de negativas sin desanimarse, para luego bailar y bailar. Aquellas que, al amparo de la bola, bailan a sabiendas de que carecen de estilo y gracia y que, para sacudirse la sensación de ridículo exageran sus malos pasos y ríen a carcajadas. Aquellas que aplauden marcando el ritmo porque saben que sus pies no lo harían ni de chiripa, los que, también carcajada en ristre y en rostro, huyen y cometen torpezas a propósito cuando la compañera, envalentonada, intenta sacar a bailar. El asunto es que en grupo muchos nos atrevemos a hacer cosas que en solitario no haríamos. La camada estimula la complicidad. Y esa complicidad disculpa las extravagancias, los exabruptos y las actitudes inverosímiles. Libera mucho de la fuerte sensación de ridículo que nos agobia y que nos impide, en otros contextos, actuar con tanta desinhibición. Y la marca más fehaciente de que estamos en situación de ridículo es la abundancia de risas sonoras, sonrisas duras y carcajadas batientes. En general son risas nerviosas, risas válvula de escape. Risas que, como en la función de ciegos, escuché a cada rato sustituyendo el silencio a que obligaba la circunstancia. Esas risas eran detonadas cuando ocurría, dentro de la obra, un accidente, un intercambio de historias desgarradoras; cuando al protagonista de once años lo azota el payaso alcohólico, cuando “campanita”, la enana enamorada de “Titán”, el forzudo del circo y dueño del mismo, es rechazada por él. Todos esos momentos que alguien sensibilizado e inmerso en el melodrama se deja simplemente disolver en lágrimas. Aquí evitaron llorar riendo compulsivamente. Es, por cierto, otro de los clichés que hemos adquirido en la entronización del melodrama como mexicanos. 

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