OCIOCIUDADES
XXI
El decir que la vida cada vez es más cara es un tópico
que ya a nadie toma por sorpresa. Es más, es el discurso común a la hora de
comenzar una plática. Uno suele quejarse amargamente de que la vida es más dura
que antes, de que las crisis, y las devaluaciones y los impuestos y la carestía
y todo eso. Es curioso cómo a lo largo de mis años siempre he venido escuchando
las mismas palabras. Pero curiosamente, la gente sigue viviendo, sigue habiendo
quien ve crecer su fortuna, sigue habiendo quien se muere en la miseria. Con
carestías y todo, seguimos comiendo carne los domingos, yendo al cine,
comprando aparatos electrónicos, endrogándonos en las fiestas familiares, consumiendo
los consumibles sociales de siempre.
Lo que debe tranquilizarnos
es que el nivel de vida es idéntico, sólo varía el número de ceros que se le
agregan a las cosas materiales. Antes solía frustrarme al pensar que hay gente
que gana en una quincena lo que yo ganaba en un año. Pero después he venido a
caer en la cuenta de que así como lo ganan lo gastan. Y no lo gastan en mejores
cosas. Ellos suelen ganar, por decir veinte mil pesos, mientras que otros ganan
200. Pero lo que los equilibra es que, mientras el pobre se compra, con esos
doscientos pesos, unos tenis de 180 pesos, el que gana más igual se los gasta
en unos zapatos de 17 mil pesos. ¿El resultado? Ambos tienen lo mismo.
Y no es como que el zapato
más caro los hace caminar mejor, ni los lleva a sitios diferentes, ni los
endereza ni nada. Es sólo un par de zapatos, igual que aquel par de tenis. Que
sea muchísimo más caro no significa absolutamente nada. Hay más, comer,
vestirse, pasear, todo es magnificado por un ingreso más abultado, pero en esencia
estamos tratando el mismo tema. Son pobres orgánicos. El hecho de percibir más
dinero no los hace mejores personas. El dinero finalmente no es de ellos. Acaba
diluyéndose en gastos más estratosféricos e igualmente inútiles. Uno pensaría
que quizá la justificación es que de sus manos sale para repartirlo a más
gente. Una especie de empleador. Pero entonces, de esa manera no es más que un
engranaje, una polea que utiliza el dinero para repartirse. Y en estos casos,
ser simplemente un intermediario de ese flujo monetario no tiene mérito alguno.
Dedicarse a recibir, administrar y volver a repartir dinero no tiene nada de
meritorio ni enorgullecedor. El pobre vive angustiado por el día a día, el rico
vive estresado por su contabilidad.
¿Para qué sufrimos entonces? Los aparatos, las
marcas, las “calidades”, no aportan nada en términos de existencia. Son lujos
igual que son objetos, igual que tienen una sola función. Y si al final no
cumplen su función primaria entonces más les valiera no existir. Si comprendiéramos
eso, nos ahorraríamos tantas frustraciones y tantos afanes y tanto estrés y
tanto de todo eso que es la enfermedad endémica de las ciudades.